Me gusta poner flores en jarrones y cocinar en ollas familiares. Un buen café y un cigarrillo matutinos. La Biblia abierta en el cantar de los cantares. Amo las cartas a punto de ser enviadas y ansío las a punto de ser recibidas. Suspiro olor a pasto recién cortado en la tarde de un sábado. Añoro los juguetes de madera, y las muñecas de trapo de mi abuela. Me aferro a historias que humedecen mis ojos, mientras sonrío. Soy irreverente ante lo que es debido y reverente ante el amor (aún mal habido). Respiro a medio día en las cocinas, con cierto dejo de lujuria. Camino bajo la lluvia con nostalgia de otras lluvias. Prefiero los planos horizontales, que invitan a vivir, como las mesas, las camas o el suelo en que caminas, por sobre los planos verticales como las murallas, rejas o portones, que encierran, detienen, determinan; (debo reconocer también un cierto agrado, por algunos planos inclinados que se yerguen con afán de proteger como las cordilleras y tejados). De todas las texturas, privilegio la piel; de las temperaturas, la tibieza; de las consistencias, la firmeza (reconozco cierto desliz por la blandura, especialmente en las caricias). Adoro las sonrisas los abrazos apretados, las miradas fijas. Extrañaré por siempre los niños en mi cama en las mañanas de domingo. Y pese a mi adicción por la melancolía, soy una enamorada empedernida,
subyugada ante el hechizo de estar viva.
miércoles, diciembre 07, 2011
El hombre imaginario (en en centenario de Nicanor Parra)
Nací en diciembre de 1956, en circunstancias de las que, naturalmente, no puedo dar cuenta. Mi casa de nacimiento era demasiado grande para mi pequeño tamaño; tal vez porque sigo siendo pequeña hasta hoy, veo el mundo como un inmenso y amplio paisaje propicio para interminables aventuras. Un padre ateo y soñador, una madre cristiana y pragmática, una abuela campesina y analfabeta y otra coqueta y sentimental, forjaron lo que más adelante conocí como libre pensamiento o amplitud de criterio. De las seis primeras décadas de mi historia, 13 años estuvieron marcados por la infancia, 20 por la militancia, 17 por la incertidumbre de la falta de utopías y los últimos por el camino – no en línea recta – hacia la serenidad. Junto a dos compañeros leales y entrañables, tuve cuatro hijos de astros diferentes: un hijo de la Luna, silencioso, brillante; un hijo de Marte, guerrero, colorado; una hija de Venus, azul, siempre visible, por la noche, al alba y en la tarde; y una hija de un cometa, que vino, iluminó la noche y reinició su viaje, sin retorno. De mi acordeón, compañera leal e inseparable, ha brotado infatigablemente la música incidental de esta comedia, desde mi más temprana infancia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario